Durante mucho tiempo se asumió que el mundo empresarial debía elegir entre dos caminos: apostar por la rentabilidad o apostar por el bienestar de las personas. Uno implicaba priorizar los números, los márgenes y la eficiencia. El otro, invertir en cultura, clima y beneficios que parecían no tener un impacto directo en el negocio.
Este dilema fue tan instalado en los directorios que se transformó en una especie de dogma silencioso: “si cuido demasiado a la gente, descuido los resultados; si me enfoco únicamente en los resultados, corro el riesgo de desgastar a la gente”. La realidad demuestra que esa visión es no solo incompleta, sino profundamente equivocada.
Cuando hablamos de bienestar no nos referimos a acciones superficiales o simbólicas. No es la fruta fresca en la oficina, el gimnasio corporativo o un after office mensual. Es mucho más que eso: es la certeza de que las personas son escuchadas, valoradas y vinculadas con el propósito de la organización.
El bienestar, en este sentido, se convierte en un activo estratégico que potencia el rendimiento. Un colaborador que siente confianza en su liderazgo, que percibe equidad en las decisiones y que encuentra sentido en su tarea, desarrolla un nivel de compromiso que ningún control externo podría garantizar.
Y aquí aparece la primera paradoja: la inversión en bienestar muchas veces reduce costos ocultos que rara vez aparecen en los balances.
Las empresas que descuidan a su gente enfrentan un costo silencioso: la rotación de talentos clave, la caída del clima y la desmotivación.
Reemplazar a una persona no es simplemente publicar un aviso y cubrir un puesto. Implica perder conocimiento, interrumpir procesos, erosionar la confianza de un equipo y rearmar relaciones. Cada salida genera un vacío que tarda meses en repararse.
Estudios recientes calculan que el costo de la rotación oscila entre 50% y 200% del salario anual de un puesto, dependiendo del nivel de especialización. A eso se suma un daño intangible: la reputación interna y externa de la empresa.
En contrapartida, cuando se invierte en programas de desarrollo, en escuchar activamente a los colaboradores y en construir una cultura de reconocimiento, se genera un círculo virtuoso: la gente permanece, se motiva y produce más.
El verdadero desafío para los directorios hoy no es elegir entre rentabilidad y bienestar, sino aprender a integrarlos. La sostenibilidad empresarial en entornos tan competitivos como los actuales exige líderes capaces de mirar ambas variables con la misma rigurosidad. Así como revisan un flujo de caja o un estado de resultados, también deberían revisar indicadores de clima, compromiso y cultura.
No es casualidad que los rankings de mejores lugares para trabajar estén ocupados por compañías que, a la par de cuidar a su gente, obtienen los mejores márgenes de rentabilidad. La explicación es simple: cuando la persona se siente parte, el negocio crece.
La rentabilidad se sostiene en las personas que la hacen posible. Creer que cuidar a la gente es un gasto es desconocer la esencia misma de cómo se construyen los resultados.
Por eso, el gran desafío para los directorios no es si invertir o no en bienestar, sino cómo integrar esa inversión en la estrategia global del negocio.
La dicotomía es falsa: el futuro de las organizaciones no está en elegir entre números y personas, sino en aprender a construir números sólidos gracias a las personas.