En el vasto entramado de nuestras rutinas diarias, surge un dilema casi filosófico: ¿debemos agendar la vida o permitir que fluya con su cadencia natural? La discusión no es meramente teórica; es el eje de conversaciones en cafés, debates entre amigos y reflexiones íntimas cuando el insomnio reclama su cuota. Algunos defienden con fervor la estructura milimétrica de una agenda, mientras que otros se rinden al encanto de la improvisación. Ambos bandos esgrimen razones tan apasionadas como divergentes.
Para los partidarios de la agenda, el orden es sinónimo de control. Registrar cada reunión, cada sesión en el gimnasio, e incluso el esparcimiento, es visto como una forma de maximizar el tiempo y evitar el caos. “Controla tu tiempo o el tiempo te controlará”, podría ser su mantra. Pero ¿acaso no existe un riesgo en convertir cada minuto en una casilla de calendario? La agenda, por más noble que sea su propósito, puede tornarse en una celda que aprisiona, robándonos la espontaneidad que da sabor a la vida.
Del otro lado del espectro están los que prefieren fluir, como un río que se amolda al terreno. Para ellos, la rigidez de una agenda estricta puede ser el verdugo de la creatividad y la libertad. Abogan por dejar espacio a lo imprevisto, por vivir en el aquí y el ahora sin el lastre de horarios inflexibles. No obstante, esta perspectiva no está exenta de críticas; quienes se entregan al fluir suelen encontrarse atrapados en un torbellino de procrastinación o en la trampa del «hago lo que quiero cuando quiero».
¿Es contraproducente agendar lo importante?
La respuesta yace, como en muchos aspectos de la vida, en el equilibrio. Agendar lo esencial –esa reunión con un cliente clave, el entrenamiento que revitaliza cuerpo y mente, o la cena que estrecha lazos con amistades– no es un acto de control desmedido, sino una herramienta para priorizar lo valioso. Sin embargo, llenar la agenda con actividades innecesarias bajo la ilusión de productividad puede ser un espejismo que nos agota en lugar de impulsarnos.
La pandemia, con su tumultuoso reordenamiento de nuestras vidas, introdujo una obsesión por «estar ocupados». De repente, tener una agenda rebosante se convirtió en sinónimo de relevancia, como si el valor de una persona se midiera en la cantidad de compromisos que puede abarcar. Este fenómeno, lejos de ser saludable, refleja una sociedad que glorifica la prisa y desestima el silencio.
Los expertos en bienestar apuntan a una solución tan simple como desafiante: agendar tiempo para el ocio. Puede parecer contradictorio, pero establecer un espacio para no hacer «nada» –leer un libro sin prisas, caminar sin rumbo, o simplemente contemplar el cielo– es una forma de reconectar con lo esencial. Es en esos momentos donde muchas veces surgen las ideas más brillantes y los sentimientos más genuinos.
La clave radica en diferenciar entre llenar la agenda por el simple hecho de mantenernos ocupados y hacerlo con intención. Agendar no debería ser una carga, sino una brújula que nos guíe hacia aquello que realmente importa. Se trata de un ejercicio de autoevaluación: ¿estas actividades me enriquecen o simplemente me distraen?
La vida no es un problema matemático que deba resolverse con exactitud. Más bien, es una danza entre lo predecible y lo fortuito. Agendar lo importante y dejar espacios abiertos para lo inesperado es una forma de abrazar esta dualidad.
Es en el justo medio donde reside el verdadero arte: organizar sin ahogar, fluir sin naufragar. Porque, al final, no se trata de cuánto tiempo tenemos, sino de cómo lo vivimos. Y quizás, solo quizás, el secreto no está en elegir entre el reloj y la brisa, sino en aprender a disfrutar de ambos.
Elaborado por: daianacaceres@mentu.com.py
Unidad: Personas y Desarrollo