En el juego de la vida, muchas veces nos encontramos en la encrucijada de elegir entre vencer y convencer. La diferencia es abismal y, sin embargo, sutil. Ganar no implica necesariamente que alguien más deba perder. En la política, en los negocios, en las relaciones interpersonales y hasta en la vida cotidiana, el verdadero triunfo no reside en la imposición sino en la transformación. Y esa transformación solo ocurre cuando convencemos, cuando logramos que otros no solo escuchen, sino que sientan, conecten y adopten una nueva perspectiva.
John F. Kennedy fue un maestro de la comunicación política, un estratega que comprendía que la persuasión es un componente esencial del poder. Su habilidad para transmitir ideas sin imponerlas le permitió conquistar no solo votos, sino también corazones y mentes. Para ello, mantenía la cabeza fría y cultivaba una paciencia casi ilimitada, evitando la autosuficiencia y entendiendo que la arrogancia es el peor enemigo de quien aspira a influir en los demás.
Incluso en los albores del pensamiento filosófico, ya se entendía que la comunicación efectiva no se trata de derrotar a un oponente, sino de iluminarlo. La mayéutica socrática es un claro ejemplo de ello: en lugar de desechar o ridiculizar el pensamiento ajeno, Sócrates guiaba a su interlocutor con preguntas que lo llevaban a descubrir nuevas verdades por sí mismo. Este enfoque no solo facilitaba el aprendizaje, sino que también generaba confianza y conexión.
El arte de convencer se cimienta en la capacidad de generar vínculos. Un recurso poderoso es algo tan simple como usar el nombre de la persona con la que conversamos. Al hacerlo, no solo la reconocemos, sino que la integramos en nuestro discurso, la validamos, la hacemos sentir vista. Esto disuelve resistencias y elimina la percepción de enfrentamiento. Cuando alguien se siente incluido, es más proclive a escuchar y a considerar nuevas ideas.
No se trata solo de debatir, sino de transformar. Discutir no es sinónimo de confrontar, sino de construir. El problema radica en que muchas veces las diferencias de opinión se abordan como una batalla en la que solo puede haber un vencedor. Pero, en realidad, el verdadero arte de la discusión radica en encontrar un terreno común, en tejer puntos de encuentro en lugar de alzar muros. El objetivo no es demostrar quién tiene razón, sino hacer que el diálogo enriquezca a ambas partes.
Persuadir no es manipular. Es, más bien, la capacidad de presentar una idea de manera tan convincente y honesta que los demás quieran hacerla suya. La diferencia entre vencer y convencer es que lo primero genera resistencia, mientras que lo segundo genera impacto.
La pregunta entonces no es si quieres ganar, sino cómo quieres hacerlo. Si deseas una victoria efímera o un cambio duradero. Si prefieres la imposición o la transformación. Que tu enfoque sea ser parte del cambio que transforma, impulsa e inspira.
Elaborado por: daianacaceres@mentu.com.py