Tensiones que no se nombran, culturas que se fracturan.

Hay una verdad que no suele decirse en voz alta, pero que cualquier organización que haya transitado un proceso de transformación conoce de cerca: toda transformación trae consigo una cuota inevitable de tensión.

No importa si el cambio fue largamente planificado o si irrumpió como un torbellino. Si responde a una estrategia de innovación, a una crisis del contexto, o simplemente a una necesidad interna de evolución. En todos los casos, sin excepción, el cambio desordena.

Y ese desorden no es una falla. Es parte del proceso.
Es la señal inequívoca de que algo que llevaba tiempo funcionando de una manera está siendo interpelado.

El problema no es la tensión. El problema es no saber qué hacer con ella.

Cada vez que una organización entra en “modo transformación”, entra también —aunque no siempre se lo diga— en “modo tensión”. Y no hablo de tensión dramática o conflictiva, sino de esa sensación subterránea, a veces imperceptible, que empieza a colarse en las conversaciones, en las decisiones, en la forma en que los equipos se miran.

Es que transformar exige reordenar prioridades.
Mover creencias.
Cuestionar lógicas que, hasta ayer, eran consideradas incuestionables.

Y eso, se quiera o no, genera fricción.

No porque alguien esté haciendo mal su trabajo, sino precisamente porque lo estaba haciendo bien bajo otro paradigma.
Y ahora, lo que antes era deseable, empieza a ser cuestionado.
Lo que antes era reconocido, ahora ya no alcanza.
Lo que antes se consideraba urgente, de pronto deja de serlo.

Todo eso, sin decir una sola palabra, genera tensión.

Un estudio reciente de Gartner expone que más del 80% de los colaboradores que atraviesan procesos de cambio experimentan algún tipo de tensión cultural o de prioridades contrapuestas. Lo interesante —y preocupante— es que casi ninguno lo expresa abiertamente.

Lo sienten, sí.
Lo piensan, también.
Pero lo callan.

Y lo que no se nombra, se acumula.
Y lo que se acumula, se enquista.
Y lo que se enquista, termina rompiendo.

Cuando una organización no tiene claridad sobre cómo moverse entre lo que se espera culturalmente y lo que se exige operativamente, las personas quedan atrapadas en una especie de limbo:

  • Algunos se aferran al pasado con una mezcla de nostalgia y supervivencia.
  • Otros aceleran hacia el futuro, desestimando todo lo anterior como si no tuviera valor.
  • Y en el medio, la coherencia se resquebraja.

Ahí empiezan los verdaderos costos invisibles.
Esos que no aparecen en los balances, pero que pesan más que cualquier pérdida económica:

  • Equipos que se agotan.
  • Decisiones que se contradicen.
  • Líderes que tienden a dejar de parecer confiables.
  • Conversaciones que se vuelven evasivas.
  • Culturas que se desgastan, lentamente, pero sin pausa.

Ahora bien. ¿Cuál es la salida?

No se trata de evitar la tensión, ni de disfrazarla con frases motivacionales, ni de encapsularla en espacios de catarsis sin consecuencias reales.
La tensión es información.

Es el síntoma visible de una transformación profunda.
Es el dato que nos muestra dónde hay algo por revisar, por renegociar, por re-significar.

El desafío no está en elegir entre dos polos —pasado o futuro, innovación o eficiencia, agilidad o rigurosidad— sino en aprender a habitar el movimiento entre ellos.
Sostener la tensión sin fracturar el vínculo.
Aceptar la incomodidad sin dramatizarla.
Convertir la contradicción en una conversación, no en una trinchera.

Ahí es donde el liderazgo tiene un rol insustituible.
No para tener todas las respuestas, sino para sostener el espacio de preguntas.
No para imponer certezas, sino para legitimar el proceso.

Y los equipos de Talento Humano, lejos de ser simples facilitadores de clima o cultura, deben ser los primeros en detectar esas tensiones, nombrarlas y ofrecer caminos para transitarlas. No desde la teoría, sino desde la práctica.
Con herramientas.
Con lenguaje compartido.
Con acompañamiento genuino.

Porque cuando esas tensiones no se trabajan, ellas solas empiezan a horadar la cultura desde adentro.

No lo hacen con estruendo.
No rompen de golpe.
Pero desgastan.

Y cuando nos damos cuenta, ya no sabemos si lo que nos une es el propósito, o el puro hábito de seguir sobreviviendo juntos.

Transformar no es solo rediseñar procesos, estructuras o estrategias.
Transformar es también aprender a lidiar con las tensiones que emergen cuando lo nuevo y lo viejo conviven.
Y hacerlo con conciencia.
Con coraje.
Y con responsabilidad.

Porque cuando las tensiones no se nombran, las culturas se fracturan.
Y lo que está en juego no es solo la eficiencia.
Es el sentido de pertenencia.
La confianza.
La posibilidad de seguir caminando juntos, aunque el camino se haya vuelto distinto.

Elaborado por: daianacaceres@mentu.com.py

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