Cada vez que pronunciamos el término inclusión, evocamos una aspiración profundamente humana: la de ser reconocidos, valorados y tenidos en cuenta más allá de nuestras diferencias. Sin embargo, cuando ese ideal se traslada al ámbito laboral, suele toparse con un muro invisible: el del prejuicio, la incomodidad y la omisión. En el Día Nacional de la Inclusión Laboral, la invitación no es a festejar lo logrado, sino a incomodarnos, a cuestionar lo que damos por sentado y a tomar posición.
Porque la verdadera inclusión laboral no consiste en abrirle las puertas del mercado a “los otros”, sino en derribar las paredes que lo separan de quienes nunca debieron estar fuera. Y eso exige más que buenas intenciones: demandas políticas concretas, liderazgos conscientes, cambios culturales sostenidos y —por, sobre todo— voluntad.
Inclusión no es caridad, es justicia. Durante mucho tiempo, la narrativa en torno a la inclusión laboral estuvo teñida de un sesgo filantrópico, como si emplear a personas con discapacidad fuera un acto de generosidad empresarial. Nada más lejano de la realidad. La inclusión no es una concesión, es un acto de justicia.
Las cifras lo dicen: según la OIT, las personas con discapacidad tienen tres veces más probabilidades de estar desempleadas. Las mujeres, en muchos países, aún cobran entre un 20 y un 30% menos que sus pares varones por igual trabajo. Las personas migrantes enfrentan obstáculos formales e informales para acceder a empleos dignos. ¿Dónde está la meritocracia cuando el punto de partida está tan sesgado?
Incluir es entonces corregir desigualdades estructurales. Es, en términos de Amartya Sen, ampliar las capacidades reales de las personas para elegir el tipo de vida que valoran. Y eso comienza —casi siempre— por el trabajo.
Afortunadamente, cada vez son más las organizaciones que deciden dejar de mirar al costado y asumir un rol activo en la construcción de entornos laborales genuinamente diversos e inclusivos. Y no lo hacen sólo por imperativo ético, sino también porque han comprendido que la diversidad potencia la innovación, la creatividad y la rentabilidad.
Un caso paradigmático es el de SAP, la multinacional alemana de software que lanzó en 2013 el programa Autism at Work, a través del cual incorporó a más de 200 personas dentro del espectro autista a roles clave en áreas como calidad, desarrollo de software y análisis de datos. Lejos de “adaptarse” a los nuevos colaboradores, la empresa rediseñó sus procesos de selección, entrenamiento y evaluación de desempeño para garantizar una experiencia justa. Los resultados fueron contundentes: menor rotación, mayor precisión en tareas repetitivas y un cambio cultural profundo.
Otro ejemplo inspirador proviene de Starbucks México, que en 2016 inauguró su primera tienda operada 100% por personas mayores de 55 años. Más que una estrategia de visibilidad fue una apuesta concreta a la generación de oportunidades para un grupo históricamente excluido del mundo laboral. La experiencia fue tan positiva —para clientes, colaboradores y la propia marca— que hoy ya replicaron el modelo en varias ciudades del país.
Por supuesto, estos casos —por admirables que sean— no deben servirnos de excusa para mirar el vaso medio lleno. En América Latina, las políticas públicas de inclusión laboral siguen siendo fragmentarias, y la brecha entre lo que se enuncia y lo que se implementa es alarmante. Muchas empresas aún confunden “inclusión” con “cumplimiento mínimo”. Se jactan de tener una persona con discapacidad en sus filas, pero no revisan si hay accesos físicos o herramientas tecnológicas que acompañen.
Inclusión no es contratar a alguien diferente. Es transformar la cultura para que esa diferencia deje de ser un obstáculo y se vuelva una fortaleza. Es preguntarse, cada vez que tomamos una decisión de contratación, de evaluación o de promoción: ¿a quién estoy dejando afuera con este criterio?
En este Día Nacional de la Inclusión Laboral, necesitamos más que posteos en redes sociales o campañas institucionales. Necesitamos un pacto. Un compromiso ético, organizacional y humano para dejar atrás las lógicas homogeneizantes que marcaron al mundo del trabajo durante décadas. El talento no tiene una única forma, una sola voz, una edad estándar ni un cuerpo normativo.
Es tiempo de que la inclusión deje de ser un área de Recursos Humanos y se convierta en una estrategia de negocios. Que los líderes dejen de hablar en nombre de “los colectivos” y empiecen a sentarse a la mesa con ellos. Que la pregunta ya no sea “¿por qué incluir?”, sino “¿cómo nos atrevimos tanto tiempo a excluir?”
La historia laboral está llena de hitos, pero quizás el más importante esté por escribirse: el momento en que dejar de mirar al costado se vuelva la norma, y no la excepción.
Elaborado por: daianacaceres@mentu.com.py