No hay cargo, función o jerarquía que nos exima de sentir. A veces creemos que crecer profesionalmente implica blindarse emocionalmente. Como si cuanto más alto estuviéramos en la escalera, menos margen tuviéramos para la duda, la frustración o el enojo. Y, sin embargo, es exactamente al revés. La inteligencia emocional no es un lujo opcional para cuando haya tiempo; es una competencia central para quienes lideran, acompañan o simplemente conviven con otras personas en entornos de trabajo.
En el mundo laboral, solemos aplaudir el control. La compostura. La rapidez para resolver. Pero poco se habla de la conciencia emocional como el punto de partida de ese control. El primer paso no es la respuesta templada, sino la capacidad de notar lo que me pasa, de ponerle nombre y de elegir qué hacer con eso. Inteligencia emocional no es callar. No es fingir calma. Es entenderme lo suficiente como para no reaccionar desde el impulso. Es aprender a escuchar sin tomarse todo como algo personal. Es poder decir lo que pienso, pero con el tono justo, en el momento correcto, sin que el ego me gane la conversación.
Desarrollar esta habilidad no es sencillo. Porque no se enseña en la facultad, ni suele aparecer en las descripciones de puestos. Y, sin embargo, su impacto es enorme. Un líder que se da cuenta cuando está irritado y elige no descargar en su equipo, es alguien que cuida. Un colaborador que detecta su ansiedad frente a un cambio y la comparte con apertura en lugar de bloquearse, es alguien que aporta. Y una organización que promueve estos espacios de reconocimiento emocional, está construyendo una cultura más madura, más sana y sostenible.
No se trata de convertir a las reuniones en sesiones de terapia. Pero sí de permitirnos ser humanos, también en el trabajo. Cuando una persona aprende a nombrar lo que siente, puede también poner límites más claros, pedir ayuda sin sentirse débil, y sostener conversaciones difíciles con más firmeza y menos drama.
La inteligencia emocional profesional no se mide por cuántas veces evito llorar en el trabajo, sino por cuántas veces elijo actuar desde la claridad y no desde el impulso. Se expresa en pequeños gestos: dar un feedback con respeto, aunque sea incómodo, reconocer cuando necesito un respiro, pedir perdón si me equivoqué. No hay planilla de Excel que lo registre, pero se nota.
Se nota en la confianza que se construye. En la seguridad psicológica de los equipos. En la manera en que enfrentamos los errores y celebramos los aciertos.
Y así como se nota, también se entrena. Con práctica. Con reflexión. Con conversaciones más honestas. Y, sobre todo, con la decisión de no dejar nuestras emociones en la puerta de la oficina, sino de aprender a gestionarlas con responsabilidad. Porque cuando lo emocional se integra con lo profesional, aparece algo poderoso: personas más presentes, más auténticas y más preparadas para construir vínculos laborales que valen la pena.
Elaborado por: daianacaceres@mentu.com.py